lunes, 27 de diciembre de 2010

SENDERISMO

Breve crónica de una breve salida

El caso es que dijimos una hora por la mañana pero llegamos tarde, aunque hasta eso era previsible y la hora dicha fue temprana. Estábamos los apuntados, aunque uno nuevo se incluyó mientras desayunaba, y el perro se añadió también, pero no se apuntó porque le cuesta ponerse a dos patas y no llega al tablón. Lo de escribir se le da mejor.

El director, encariñado con el club, había alquilado una furgoneta de formato familiar que era de color rojo, y nos confió a su mujer como conductora. Quizá confiamos nosotros en ella. Al fin y a cabo, y de nuevo por el encariñamiento del director con el club, había dos bocadillos para cada uno (¿cómo temer a la muerte?), largos como cocodrilos, y con ingredientes altamente suculentos: lomo, tomate y cosas así, lejos del sediento jamón york de algunos martes que cabalga cual llanero solitario de western por la árida miga de pan blanco. Así que no nos podíamos quejar esta vez de Ambrosio, que hasta puso algún picnic de más (o quizá, como en el caso de la hora, supusimos que pondría pocos y les pedimos más para equilibrar la balanza, aunque esta vez el plan salió más redondo todavía).

Con toda sinceridad, no recuerdo exactamente a dónde fuimos; estaba muy cerca de Vilamarxant, y en lo que se entendía como cima –al menos culminante de la expedición- uno veía la industrializada Valencia un poco lejos. Qué vista tan pobre, la del cemento lejano, y qué hermosa se nos antojaba. El caso es que el lugar es lo de menos y que lo importante es estar juntos y que, a lo tonto a lo tonto, uno se acostumbra a ver cosas de lejos y apreciarlas por su sencilla lejanía. Algo lejano que se desea es un sueño; algo lejano que se repudia es un alivio. Uno sale siempre ganando si ve mal de lejos las cosas bien. Será todo un asunto de perspectivas dióptricas.

Fue bastante entretenido y poco cansado, por supuesto. La curiosidad: el perro del director, negro como el carbón, necesita o una castración, o bromuro, o alguna lady a su disposición, pero no nuestras piernas –ni nuestras espaldas- para trabajarlas cual picapedrero.

El tema: el terreno estaba salpicado de trincheras excavadas para la guerra civil, aunque nunca llegaron a ser usadas. Nos imaginamos que uno podría hacerse una gran casa subterránea si juntaba todos los túneles, y entramos en esas cuevecillas para comprobar la ya obvia de por sí tesis de que ahí dentro no había nada ni nadie, ni siquiera una profundidad decente. Literalmente, no habían dejado allí ni los huesos, aunque alguien confundió una piedra y una araña con alguna osamenta. Gracias al cielo, no estudiaba medicina –ni lo pretendía-.

Nos dormimos todos en el coche de vuelta al colegio –menos la mujer del director y el director, que permanecían unidos en la adversidad de los ronquidos; y el perro, que sabe que tres son multitud y le gustan los colectivos-. Con sinceridad, en la naturaleza uno comprende qué es disfrutar del tiempo, y qué ritmo natural –pausado y armonioso, cercano a la tierra húmeda- nos ha quitado y nos quita cada día el horario de la ciudad. Por fortuna, allí Valencia todavía se veía de lejos.







 Juan Evaristo Valls

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